sábado, 5 de septiembre de 2009

Capítulo III - Buscaba trabajo...y me comieron lo de abajo

Capítulo III
Buscaba trabajo...y me comieron lo de abajo

Reanudé la marcha y me sentía un turista más. Caminaba despistado mirando arriba y abajo, a la derecha y a la izquierda, al centro y a dentro. Ponme otro vino. Me lo bebo. Otro. Otro. Pedí la tapa. Me dieron una chapa de Fanta. No me gustó nada el detalle, así que me fui, no sin antes despedirme.

Gracias, hasta luego hijos de puta... – le dije a los camareros.
Hasta luego, gracias caballero.

De repente frené en seco. En el suelo, en el medio de la calle, observaba, lo rodeaba, miraba alrededor. No podía ser. Nadie parecía estar mirando. Era imposible que estuviera en el suelo y nadie se hubiese dado cuenta. Hice dos movimientos, rápidos y eléctricos, y me lo metí en la boca. Un chicle de fresa en el suelo, cuando se lo cuente a mis amigos no se lo creen, pensé. Recordé que sólo me hablaban mis padres pero daba igual, se lo podía contar a ellos.

Caminando encontré una pequeña tienda de discos. Entré a preguntar si tenían una referencia.

Hola, ¿qué tal?, oye, ¿teneis una referencia?- pregunté.
Tenemos miles de referencias- respondió gracioso.
Ah, vale gracioso, entonces teneis una referencia... -afirmé.
¿ Cómo sabes que me llamo gracioso?

Tras unos momentos de silencio y confusión continué con mi consulta.

¿Sabes en qué disco viene una que dice: “ soy ese beso que se da sin que se pueda comentar, soy ese nombre que tú jamás pronunciarás, soy lo prohibido”
¿Quién canta eso?-preguntaba ignorante.
Bambino, hijo mío. La canción se titula “Soy lo prohibido”. Del disco La fuerza del destino. Sólo era para comprobar si seguías sin saberlo.
¿Cuánto cuesta hoy?
Pues lo mismo que ayer, llevas siete años preguntando el precio del mismo disco... -respondió molesto-.
Y tú llevas siete años sin saber el título de las canciones. ¿Cuánto cuesta, Rayman?- pregunté al chico de la caja. Yo le llamo Rayman porque se sabe todos los precios, o eso dice.
Novecientas noventa y cinco pesetas, Glóbulo. I.V.A inclusive.
Cuando baje de las mil pesetas lo compraré. Seguiré esperando... ¡hasta mañana hijos de puta!- me despedí cordialmente
Hasta luego, gracias caballero.

Volví a la calle y volvía a parecer un turista perdido, tropezando con más personas de las que podría hacerlo queriendo. Decidí hacer el experimento y empiecé a buscar los choques y tropezones intencionadamente. Choqué bruscamente con un transeúnte, me caí de cabeza
al suelo, justo encima de unos tropezones que alguien había vomitado haría apenas dos minutos (supe la hora exacta de la expulsión por la temperatura de los mismos).
Un hombre gritaba en una esquina, yo paré a su lado y le pregunté qué le pasaba. Lo hice de éste modo:

- ¿Qué le pasa?

Él no me contestaba pero seguía gritando.

- ¿Qué le pasa?

Ante la pena inmensa que salía de aquel hombre dí la vuelta y fui hacia una tienda de bocadillos que estaba justo enfrente. Compré un bocadillo de atún con nocilla. Cuando salí de nuevo a la calle observé atónito que el hombre de la pena inmensa se había movido de su sitio y le ví metiéndose por una calle próxima. Yo también quisiera meterme pero ya no tengo más cocaína, me dije. Crucé la carretera que separa una calle de la otra de un salto y me planté detrás suyo. El hombre se alejaba cada vez más rápido, por lo que era difícil
seguirle, así que comencé a correr tras él con el bocadillo de atún y nocilla en la mano derecha. Rápidamente le alcancé y, encogiendo los hombros y agachando la cabeza, le embestí por detrás. El hombre de la pena inmensa seguía llorando, ahora en el suelo, y me miraba asombrado por el placaje que había llevado a cabo. Yo seguí mi camino, mientras daba el primer mordisco a mi bocadillo de atún con nocilla.

Por fín llegué al lugar de la entrevista. Eran las 12 de la noche. Llamé al telefonillo.

- ¿Sí?
- Sí, eso es.

Abrieron la puerta y empecé subir las escaleras. Cada diez escalones retrocedía doce, debido a las caídas. Las caídas en las escaleras siempre son cuesta abajo, a diferencia de las caídas en el espacio que son cuesta arriba. Mi padre decía que las cuestas se llamaban así porque costaba subirlas. Yo al principio pensaba que si hubiera sido por eso se llamarían costas en vez de cuestas, así que supuse que las costas se llaman así porque son caras y las cuestas porque cuesta subirlas (o no cuesta bajarlas).
Por fín llegué a la planta baja, donde tenía mi entrevista, llamé a la puerta b, donde tenía mi entrevista, pregunté por Juan, con quien tenía mi entrevista. Me atendía una señorita en paños menores que me explicaba cómo a partir de las nueve de la noche el negocio cambiaba de propietario y se transformaba en un prostíbulo. La pedí trabajo, mandando a la mierda a Juan. La chica me comentó que iba a dar más trabajo del que podía hacer pero me pidió que le sacase la basura. Tras estar más de cuarenta minutos con un bastoncillo, le conseguí dejar limpias las orejas. Ella me lo agradeció. Me quedé con el bastoncillo de recuerdo. Bueno, ahora ya no era un bastoncillo, era un algodón gigante de esos que comen los niños en el parque de atracciones. Se lo regalo al primer niño que veo por la calle. Fallece allí mismo.


Llegué a casa pasadas las cuatro de la mañana y me encontré con una nota en mi escritorio:
Do.
Voy al salón y me encuentro con otra nota: “Glóbulo, te han llamado del trabajo, la entrevista es mañana a las ocho de la mañana”. Firmado: Mamá sangre.
Si no fuera por mi madre qué sería de mí. Me pregunté por qué no me habría llamado al móvil para comunicarme que se anulaba la cita. Saqué el móvil del bolsillo. Hacía tiempo que no metía la mano en éste bolsillo. Junto al móvil apareció el manuscrito del tratado de Versalles y un duro que invertí en bolsa hace años y se ha convertido en doscientas mil pesetas. En el móvil tengo cincuenta y siete llamadas perdidas. Decidí irme a dormir, ya que dentro de pocas horas tendría que levantarme para dirigirme de nuevo a la entrevista de trabajo, esperando tener más suerte esta vez.

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